Juan José Saer sobre Gombrowicz

Juan José Saer (Santa Fe, 1937), escritor argentino, es considerado «el escritor más relevante de argentina después de Borges» (Martín Kohan) y «el mejor escritor argentino de la segunda mitad del siglo XX» (Beatriz Sarlo).
Si contingencias similares depositaron a Gombrowicz en la proximidad del gran río, su experiencia argentina fue totalmente diferente de la de Caillois. La mayor parte de los
veintitrés años que pasó en Buenos Aires, fueron un hundimiento progresivo y penoso en la pobreza, en la impotencia y en el anonimato. Al final de su estadía, al principio de los años sesenta, poco antes de volverse definitivamente a Europa, un pequeño grupo de escritores jóvenes, desconocidos y marginales en relación con la cultura oficial, lo adoptaron como amigo, como maestro, casi como gurú, dándole en cambio el don de su juventud, por la que Gombrowicz sentía tanta veneración, y un afecto solícito, semejante al de una familia, así como un socorro material, difícil de procurar cuando se es joven, que a veces llegaba al extremo de ir a limpiarle la habitación, a comprarle el tabaco o los cigarrillos, e incluso a llevarle alimentos y a preparárselos cuando no tenía nada para comer. La atracción natural que los jóvenes sentían por Gombrowicz era inversamente proporcional al desdén y a la antipatía que, salvo rarísimas excepciones, experimentaban hacia él los adultos, entre los intelectuales argentinos por lo menos. Cada vez que le he preguntado por él a algún escritor de su generación, la respuesta era la misma: un tipo insoportable, cosa que probablemente era cierta; la arbitrariedad, el exabrupto y la pedantería eran sin duda las pobres espadas con las que se había armado para sobrevivir en esa selva espesa en la que, igual que en un cuento de ciencia ficción los tripulantes de una nave espacial en un planeta desconocido, había venido a aterrizar. Propulsado por la explosión de la nave Europa se encontró, de la noche a la mañana, náufrago en esa especie de planeta X que debía ser para él la Argentina, esas esferas rocosas que vagan en los confines del universo y a los que la luz de ningún astro glorioso ni entibia ni ilumina. Esa existencia ruinosa, doblemente risible a causa del orgullo desmesurado de su titular, merece consideraciones más graves que las puramente literarias, aunque, cualquiera sea el juicio que nos merezcan los textos que hoy la sobreviven, justo es reconocer que en ese falso conde polaco, siempre al borde del desmoronamiento, roído por la miseria, el desaliento y la mala salud, había algo de inquebrantable y de heroico. Su destino singular pone de manifiesto las convulsiones europeas, pero revela también, y en ese sentido es ejemplar, la situación singular del Río de la Plata en relación con la cultura de occidente.
Juan José Saer, El río sin orillas