[Podcast] Paulicea desvariada y Pau Brasil, una conversación con Rafael Toriz
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Last Updated on: 21st enero 2023, 06:52 pm
Al cierre de 2022 tuve la oportunidad de charlar con Rafael Toriz sobre “Paulicea Desvariada” de Mario de Andrade, y “Pau brasil” y “Manifiesto Antropófago”, de Oswald de Andrade, a partir de la nueva traducción que Toriz realizó en honor a los cien años de la Semana del 22.
Ambos libros están acompañados de un ensayo, “Resaca Tropical”, que da cuenta de su importancia: «La irrupción de un libro como Paulicea desvariada marca un antes y un después definitivo en la literatura latinoamericana. Y lo hace no solo por la vinculación evidente de la lengua escrita con el habla popular, sino, en esencia, por una necesidad profunda de independencia intelectual respecto a los esquemas europeos».
Transcripción
En 2022 se cumplieron cien años de la Semana del 22, lo que fuera el punto de arranque del Modernismo brasileño, y doscientos años de la Independencia de Brasil.
En ese contexto, tuve una charla con @rafael.toriz, quien publicó en @alias_editorial una nueva versión de “Paulicea Desvariada” de Mario de Andrade, y “Pau Brasil” y “Manifiesto Antropófago”, de Oswald de Andrade.
Ambos libros están acompañados de un ensayo, “Resaca Tropical”, que da cuenta de su importancia:
La irrupción de un libro como Paulicea desvariada marca un antes y un después definitivo en la literatura latinoamericana. Y lo hace no solo por la vinculación evidente de la lengua escrita con el habla popular, sino, en esencia, por una necesidad profunda de independencia intelectual respecto a los esquemas europeos.
Hay que recordar el momento en el que se publican estos libros: 1922 y 1924, respectivamente, primeras décadas para un Brasil que se debate entre las incertidumbres de la guerra y la necesidad de reafirmar su independencia intelectual (o incluso espiritual, si se quiere).
“Paulicea Desvariada” como “Pau Brasil” buscan, de esta manera, desterrar el pasado (anclado en una versión europeo-céntrica y romántica) y proponer una nueva mirada a lo que significa ser brasileño en el siglo XX, al mismo tiempo que experimentan con el lenguaje y lo popular (ahora fincado en la ciudad) para dar rienda suelta a una nueva manera de ver y hacer arte.
De esto y más vamos a hablar en esta edición de El Anaquel. Antes de dar paso a la charla, me gustaría leer un ensayo de César Aira contenido en el libro “La ola que lee”, y que Rafa cita para introducirnos en el tema:
Desdeñosa ignorancia por la literatura de Brasil
La desdeñosa ignorancia que sufre entre nosotros la más rica de las literaturas latinoamericanas, la brasileña, merecería una consideración de sus causas, y de sus efectos. En canto a estos últimos, son evidentes y se simplifican en uno: la mengua del monto de placer para lectores cultos que, fatigados de los clásicos europeos, orientales, hispanoamericanos, terminan ignorando que tienen al alcance de la mano, en una lengua apenas tenuemente extranjera, un casi inagotable tesoro de deletes escritos. Y más que eso: hay, en las fronteras del nuestro, un país que ha producido esos libros, a lo largo de una historia que no ignoramos menos. Porque sucede que una literatura, para ser verdaderamente apreciada, y hasta para existir de verdad, debe apoyarse en el mito, que ella misma crea en buena medida, de la nacionalidad. En pocos países latinoamericanos, o mejor dicho, en ninguno, las letras tuvieron como en el Brasil un papel tan capital en la hechura de la nación. A la autonomía de la rigidez hispánica de nuestros países, el Brasil opone una retórica, de raíz literaria, basada en las transformaciones, maleable, mestiza, con sutilezas imperiales, africanas, orientales, cortesanas, indígenas, europeas. También tuvieron, y mil veces multiplicado, su acartonamiento, el parnasianismo, que reinó en forma asfixiante a lo largo de cincuenta años; en comparación, nuestro personaje asfixiante, Lugones, reinó menos, o no reinó nada. Pero podría decirse que los brasileños trataron al cartón como un experimento literario más, y una vez agotado lo hicieron a un lado; Lugones, en cambio, fue un acartonado malgré-lui, y su vigencia se renueva día a día.
Cuando me refiero a la ignorancia que han manifestado nuestros lectors frente a la literatura brasileña, no me refiero solo al lector medio. Uno tan ejemplar como Borges se murió sin gozar, que yo sepa, de ningún autor brasileño (y algunos estaban hechos para gustarle, como los prodigiosos adolescentes románticos, Álvares de Azevedo por ejemplo, para no hablar de Cruz e Sousa o Machado de Assis; la frecuentación de este último sobre todo, tan superior a Henry James, le habría dado a Borges una idea más rica del poderío de una literatura menor). En la misma imperdonable distracción cayó gente de la que, por su actividad, debería haberse esperado más: Victoria Ocampo, por citar una: ¡cuánto podría haber aprendido de los promotores culturales brasileños! Mientras ella traía a la argentina a Rabindrahath Tagore y se hacía pintar su retrato por Faguet, Mário de Andrade, que era pobre, llevaba al Brasil a Lévi-Strauss y organizaba uno de los mejores museos de arte moderno del mundo, y todavía se hacía tiempo para escribir Macunaíma. (En forma caracteristica, el continuador de la obra y la actitud de la Ocampo, Octavio Paz, es militante predicador de una tajante separación entre las literaturas hispanoamericanas y la brasileña).
Como sucede con las causas de todo, las de este statu quo de distanciamiento son infinitamente opinables. Entrando en el juego, útil a veces, del círculo vicioso, podría decirse que la causa de las causas fue una radical diferencia, de esas tan abismales que producen en el intelecto corriente una repugnancia mutua. El Brasil fue el país de la nacionalidad triunfante y feliz. Ellos parecen haberse entregado, con inigualable energía laboriosa, a su snobismo provinciano, a una dependencia cultural que nunca, hasta la década pasada (cuando la literatura brasileña decae a fondo y pasa a vivir de sus glorias pasadas), fue resistida o siquiera cuestionada. Y esa entrega sin lucha, en la dialéctica tan poco militar de los hechos culturales, significó su triunfo. Todas las escuelas literarias europeas de los dos últimos siglos triunfaron en el Brasil mientras en los países hispanoamericanos fracasaban, o debían conformarse con victorias pírricas. En el Brasil triunfaron el neoclasicismo, el romanticismo, el realismo, el naturalismo, el simbolismo, el parnasianismo… En todos los casos tienen nombres dignos de poner a la altura de los más grandes: Gonzaga vale lo que Foscolo, Alencar lo que Chateaubriand, Pompéia lo que Zola, Cruz e Sousa, sin exageracion, lo que Baudelaire. Debe hacerse una excepción, anterior en el tiempo, con el barroco, en el que no tuvieron figuras comparables a las peruanas o mexicanas. En cuanto a las vanguardias, que estallaron simultáneamente en todo el continente hacia los años veinte (en 1922 en Brasil, con el nombre de “modernismo”), las brasileñas fructificaron en un nacionalismo de insólita originalidad. Imperio extenso, con áreas muy diferentes y una estructura de archipiélago desde sus tiempos coloniales, el país estaba destinado a tener una gran literatura regional, y la tuvo desde fines de la década de 1920; el regionalismo nordestino alcanzó los niveles más altos, con José Lins do Rego y, sobre todo, con Graciliano Ramos; la corriente se haría universal en esa culminación de la novela moderna que es Guimarães Rosa. La novela urbana, psicológica, de comienzos más tímidos (aunque estaba prefigurada, igual que la regionalista, en el ciclo romántico de Alencar) alcanzó su cima con Clarice Lispector. Después, es cierto, no hubo casi nada, pero tampoco en el resto del mundo hubo mucho.
Su riqueza hizo en buena media autosuficiente a la literatura brasileña. El desdén puede haber comenzado ahí.
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