Perros sin nombre – Gabriel Rodríguez Liceaga

Last Updated on: 21st diciembre 2017, 03:53 pm
Este texto lo leí el 28 de octubre de 2015 en la presentación del libro de Gabriel. Lo comparto aquí para que no se (me) olvide.
Conocí a Gabriel en 2006 o 2007. Yo apenas comenzaba a escribir pero para ese entonces Gabriel ya era un bloggero exitoso: intercambiaba, por ejemplo, mensajes con una tal Renata escritos en el rollo de papel higiénico de su baño o se auto-entrevistaba frente a un espejo. Es posible rastrear, en esos textos, las trazas de sus obsesiones. En una entrada de febrero de 2010 escribió: “Eusebio Ruvalcaba tiene un ensayo sobre las ex parejas. Lo leí hace mucho pero no consigo olvidar una parte en donde subraya una cosa: ‘Todas las personas que te encuentras en la calle son exnovias y exnovios de alguien'. Mi interpretación al respecto: estamos rodeados de depresiones, desilusiones y fracasos. La derrota cruza las calles y pide el McTrio del día, se suena la nariz y sale del cine, nos coquetea y a veces hasta nos baja el cierre.”
Perros sin nombre es, así, la exploración de esas historias, en otras palabras, del fracaso como condición humana. Y es que, ¿podría la vida explicarse de otra forma? Escribe Milton: “desterrando del mundo la inocencia / dio entrada a los dolores, y a la muerte.” Dos mil años después de la expulsión del Paraíso no hay nada distinto, salvo tal vez los escenarios: nuestras derrotas suceden en los bares, los puteros, las oficinas, los estadios de futbol, en la recámara de tu novia. Hay un cuento espectacular dentro del libro que resume bien esto: en Nidia Cielo un niño de primaria se encuentra con una de sexto al ir al baño. Las palabras que usa acusan su inocencia: “no tengo ganas de hacer ni chis ni popó” y sin embargo, al encontrarse con Nidia sucede el rito de paso, el alejamiento vertiginoso de la niñez. La anécdota es conmovedora: para evitar perder el aroma de Nidia en los dedos, el personaje evita usar su mano derecha el resto del día. No quiere, por ejemplo, jugar al futbol por miedo de “cambiar el olor de mi mujer por el olor de un balón apestoso”. En este gesto se resume todo el cuento: la renuncia a la infancia sucede cuando se pone la mano en una vagina por vez primera. ¿Qué se obtiene a cambio? Diría Milton: los dolores, la muerte.
En su exploración de la derrota Gabriel echa mano de dos recursos principales. El primero es la metáfora: las imágenes urbanas son pasadas por éste tamiz no para hacerlas más hermosas, sino para arrojar una luz diferente sobre ellas que nos permita entender lo desconocido, en este caso, lo humano. Gabriel escribe: “tiembla quedo e inocente el maldito teléfono celular, como si tuviera frío”. O: “No estábamos vestidos de negro pero la oscuridad del pelódromo nos enlutaba de todas formas”. U otra del mismo cuento: “Yo sigo exprimiendo limones, como si los hiciera llorar”. Maestro de este recurso, Gabriel usa estas imágenes para acentuar la atmósfera y apuntar, como en el primer cuento, hacia nuestros pies: somos pobres, “inútiles pajaritos que ya no cantan”.
Su segundo recurso es el humor, mismo que actúa como una de las formas de la melancolía, o “cerca todavía del primer llanto”, como escribiera Octavio Paz. En Odio, por ejemplo, el personaje hace un chiste sobre un Motel llamado “Tres Palos” que anticipa el fracaso erótico de su viaje, un chiste buenísimo, por cierto. En otro cuento, Mira nuestros pies, sucede algo similar: el personaje recibe una tarjeta que termina con la frase “Dios lo bendiga” y se queja de ello: “Uno no puede salir de su casa sin que dios lo acabe bendiciendo en contra de su voluntad”. Esa bendición, sin embargo, es inexistente: todo lo que lo rodea forma un vacío que se materializa en una llamada perdida en su celular. Hay muchos más ejemplos, sin duda, pero no los pienso aburrir.
Estos tres elementos –la derrota, la metáfora y el humor– son suficientes para entender el entramado del libro, no así el título, que es desconcertante si tomamos en cuenta que no es el título de ningún cuento. Quiero detenerme, así, en el cuento “El arte de la amistad”. En este cuento un pepenador llamado Ignacio da, por azar, con una libreta llena de planas donde él, a veces, anota cosas. ¿Qué cosas? Cualquiera. Esto genera que la gente del basurero le llame “poeta”, lo cual es hermoso si pensamos que la literatura nació ahí, en la poesía, llamada en un inicio cantos. Ante la petición de “escribir algo perrón” para uno de los camiones de la basura, a Ignacio se le ocurre proponer “el arte de la amistad”, lo que genera otra petición similar que lo mete en aprietos.
En el festín de desdichados que habitan el cuento, Gabriel introduce a los perros sin nombre. ¿Por qué? El anonimato es una forma del olvido: barrenderos, pepenadores y cacharpos serán, mañana, borrados del registro de esa malentendida posteridad. El cuento, así, sintetiza la trayectoria del escritor: la literatura como accidente y posterior combate que acaba, inevitablemente, en el olvido.
En una entrevista Roberto Bolaño da una definición de la literatura: “se parece mucho”, dice, “a una pelea de samuráis, aunque el samurái no pelea contra otro samurái, sino contra un monstruo. Sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”. Gabriel añade: escribir, sabiendo que vas a ser derrotado y olvidado, eso es la literatura.
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