El Incendio de la Casa Abominable – Italo Calvino

El Incendio de la Casa Abominable – Italo Calvino

Antes de los algoritmos, este cuento de Calvino es el resultado de una serie de permutaciones que pretenden emular, en 1973, el proceso de un computador. Es, así, una ars combinatoria, parte de los experimentos literarios que el Oulipo (grupo literario conformado por Georges Perec, Raymond Queneau e Italo Calvino, entre otros) realizaba de manera constante. Asimismo, este texto es parte de una selección con los mejores cuentos occidentales que se actualiza de manera constante en este blog.

Dentro de pocas horas el asegurador Skiller vendrá a pedirme los resultados del ordenador, y yo todavía no habré insertado las órdenes en los circuitos electrónicos que deberán reducir a un polvillo de bits los secretos de la viuda Roessler y de su poco recomendable pensión. Allí donde se levantaba la casa, en una de aquellas dunas baldías entre desvíos y depósitos de hierros viejos que la periferia de nuestra ciudad deja tras sí como montoncitos de desperdicios que escapan a la escoba, ahora sólo han quedado algunos escombros fuliginosos. Podía haber sido una casita coquetona, en sus comienzos, o no haber tenido otro aspecto que el de una covacha espectral: los informes de la compañía de seguros no lo dicen; ahora se ha quemado desde el tejado inclinado hasta el sótano, sobre los cadáveres incinerados de sus cuatro habitantes no se ha encontrado traza alguna que sirva para reconstruir los antecedentes de la solitaria carnicería.

Más que los cuerpos habla un cuaderno encontrado entre las ruinas, enteramente quemado, salvo la tapa protegida por un forro de plástico. En el frontispicio está escrito: RELACION DE LOS ACTOS ABOMINABLES REALIZADOS EN ESTA CASA, y en el reverso un índice analítico comprende doce términos en orden alfabético: Acuchillar, Amenazar con pistola, Atar y amordazar, Difamar, Drogar, Espiar, Estrangular, Extorsionar, Inducir al suicidio, Prostituir, Seducir, Violar.

No se sabe qué habitante de la casa redactó este siniestro informe, ni qué fines se proponía: ¿denuncia, confesión, defensa propia, contemplación fascinada del mal? Todo lo que nos queda es este índice que no da los nombres de los reos ni los de las víctimas de las doce acciones -delictuosas y por lo tanto culpables- y tampoco da noticia del orden en que se cometieron, que ayudaría a reconstruir una historia: los términos en orden alfabético remiten a números de páginas tachados por unas rayas negras. Para que el elenco esté completo falta un verbo. Incendiar, desde luego el acto final de este torvo itinerario. ¿realizado por quién? ¿Para esconder, para destruir?

Aun admitiendo que cada una de las doce acciones haya sido cumplida por una sola persona en perjuicio también de otra sola persona, reconstruir los acontecimientos es tarea ardua: si los personajes en cuestión son cuatro, tomados de dos en dos pueden configurar doce relaciones diferentes para cada uno de los doce tipos de relaciones enumeradas. Las soluciones posibles son pues doce a la decimosegunda potencia, es decir, que es preciso escoger entre un número de soluciones que asciende a ocho mil ochocientos setenta y cuatro miles de millones, doscientos noventa y seis millones, seiscientos setenta y dos mil doscientos cincuenta y seis. No es de sorprender que nuestra harto atareada policía haya preferido archivar la investigación por la buena razón de que, por muchos que puedan haber sido los delitos, los reos han muerto junto con las víctimas.

Sólo la compañía de seguros tiene prisa por conocer la verdad, a causa sobre todo de una póliza de incendios estipulada por el propietario de la casa. El hecho de que ahora también el joven Iñigo haya muerto entre las llamas no hace sino más espinosa la cuestión: su poderosa familia, pese a haber desheredado y excluido a este hijo degenerado, notoriamente no se inclina demasiado a renunciar a algo que le corresponde. Es posible anticipar las peores conjeturas (incluidas o no en el índice abominable) respecto de un joven, miembro hereditario de la Cámara de los Pares, que arrastraba un título ilustre por las gradas de las plazas que sirven de diván a una juventud nómada y contemplativa, y que se enjabonaba los largos cabellos bajo el chorro de las fuentes municipales. La casita alquilada a la vieja casera era el único inmueble que seguía siendo de su propiedad, y allí había sido acogido como subinquilino de su inquilina, a cambio de una reducción del ya modesto alquiler. Si el incendiario fue él, Iñigo, reo y víctima de un plan criminal ejecutado con la imprecisión y el descuido que al parecer eran característicos de su comportamiento, las pruebas del delito eximirían a la compañía del pago de los daños y perjuicios.

Pero ésta no es la única póliza que la compañía está obligada a pagar después de la catástrofe: la propia viuda Roessler renovaba cada año un seguro de a favor de su hija adoptiva, la modelo bien coronada por quien hojeé las revistas de alta costura. Pero también Ojiva está muerta, incinerada junto con la colección de pelucas que transformaban su rostro de una fascinación sobrecogedora -¿cómo definir de otro modo a una joven bella y delicada, de cráneo completamente calvo?- en el de asientos de personajes diferentes y exquisitamente asimétricos. Pero resulta que Ojiva tenía un hijo de tres años, confiado a ciertos parientes de que no tardarán en reclamar los frutos del seguro, a menos que se pruebe que fue ella quien mató (¿Acuchilló? ¿Estranguló?) a la viuda Roessler. Más aún, como la propia Ojiva se había preocupado de asegurar su colección de pelucas, los tutores del niño pueden reclamar también esta indemnización, salvo en caso de que ella sea responsable de la destrucción.

Del cuarto personaje desaparecido en el incendio, el gigantesco luchador uzbeko Belindo Kid, se sabe que había encontrado en la viuda Roessler no sólo una diligente casera (él era el único inquilino de la pensión que pagaba) sino también un avisado empresario. En los últimos meses la vieja se había decidido a financiar la tournée estacional del ex campeón de medio pesados, con la garantía de un seguro por el riesgo de que enfermedad o incapacidad o desgracia le impidieran cumplir con sus contratos. Ahora un consorcio de organizadores de torneos de lucha libre reclama la indemnización por los daños cubiertos por el seguro; pero si la vieja ha inducido al suicidio a Belindo, quizá difamándolo o extorsionándolo o drogándolo (el gigante era conocido en las arenas internacionales por su carácter sugestionable), la compañía podrá fácilmente evadirlos.

No puedo impedir que los lentos tentáculos de mi mente adelanten una hipótesis a la vez, que exploren laberintos de consecuencias que las memorias magnéticas recorren en una milésima de segundo. De mi ordenador espera Skiller una respuesta, no de mí.

Claro está, cada uno de los cuatro catastróficos personajes se presenta como el más apto para asumir el papel de sujeto de algunos verbos contenidos en la lista, y el papel de objeto de otros verbos. Pero ¿quién puede excluir que los casos en apariencia más improbable no sean los únicos que se hayan de retener? Tomemos la que aparecería como la más inocente de las relaciones, seducir. ¿Quién ha seducido a quién? Es inútil que me concentre en mis fórmulas: un flujo de imágenes sigue arremolinándose en mi mente, derrumbándose, recomponiéndose como en un calidoscopio. Veo los largos dedos de uñas esmaltadas de verde y violeta de la fotomodelo rozando el mentón desganado, el vello herbáceo del joven señor harapiento, o cosquilleando el cogote coriáceo y rapaz del campeón uzbeko que conmovido por una remota sensación agradable curva los deltoides como un gato ronroneante. Pero en seguida veo también a la lunar Ojiva que se deja seducir, hechizada por los elogios taurinos del mediopesado o por la devoradora introversión del muchacho a la deriva. Y veo asimismo a la vieja viuda, visitada por apetitos que la edad puede desalentar pero no extinguir, acicalarse y enjaezarse para engatusar a una presa o a la otra (o a las dos) y vencer resistencias diferentes por el peso, pero en cuanto a la voluntad, igualmente lábiles. 0 bien la veo a ella misma objeto de seducción perversa, sea por la disponibilidad de los deseos juveniles que lleva a confundir las estaciones, sea por turbio cálculo. Y entonces para completar el diseño interviene la sombra de Sodoma y Gomorra y desencadena la rueda de los amores entre sexos no opuestos.

¿El abanico de los casos posibles se restringe tal vez para los verbos más criminales? No está dicho: cualquiera puede acuchillar a cualquiera. Ahí está Belindo Kid atravesado a traición por la hoja de puñal en la nuca truncándole la médula espinal como al toro en la arena. Puede haber asestado la exacta puñalada tanto la delgada muñeca de Ojiva, tintineante de brazaletes, en un frío arrebato sanguinario, como los dedos juguetones de Iñigo que curvan el puñal tomándolo por la hoja, lo lanzan al aire con inspirado abandono en una trayectoria que da en el blanco casi por casualidad; o bien la garra de la l.ady Macbeth casera que aparta en la noche los cortinajes de las habitaciones y se inclina sobre la respiración de los durmientes. No son sólo éstas las imágenes que se agolpan en mi mente: Ojiva o la Roessler degüellan a Iñigo como a un cordero cortándole el gaznate; Iñigo u Ojiva arrancan de la mano de la viuda el gran cuchillo con que corta el bacón y la descuartizan en la cocina; la Roessler o Iñigo seccionan como cirujanos el cuerpo desnudo de Ojiva que se debate (¿atada y amordazada?). En cuanto a Belindo, si el gran cuchillo había llegado a su mano, si en ese momento había perdido la paciencia, si alguien tal vez lo había enconado contra otro, para despedazarlos a todos precisaba poco. ¿Pero qué necesidad tenía él, Belindo Kid, de acuchillar, cuando tenía a su disposición, anotado en el índice del cuaderno y en sus circuitos sensorio motores, un verbo como estrangular, tanto más conforme a sus aptitudes físicas y a su adiestramiento técnico? Un verbo, por otra parte, del cual él sólo podía ser sujeto y no objeto: ¡quisiera ver a los otros tres tratando de estrangular al mediopesado del cuadrilátero, con esos deditos que ni siquiera consiguen aferrar un cuello como tronco de árbol!

Este es pues un dato que el programa debe tener en cuenta: Belindo no acuchilla sino que preferentemente estrangula; y no puede ser estrangulado; sólo amenazándolo con pistola se lo puede atar y amordazar; una vez atado y amordazado le puede ocurrir de todo, incluso ser violado por la ávida vieja o la impasible fotomodelo o el joven excéntrico.

Empecemos a establecer precedencias o exclusiones. Alguien puede primero amenazar con pistola a otro y después atarlo y amordazarlo; sería cuando menos superfluo atar primero y amenazar después. En cambio el que acuchilla o estrangula, si al mismo tiempo amenazase con pistola, cometería un acto incómodo y redundante, imperdonable. El que conquista el objeto de sus deseos seduciéndolo no necesita violarlo; y viceversa. El que prostituye a otra persona puede haberla seducido o violado antes; hacerlo después sería una pérdida inútil de tiempo y energía. Se puede espiar a alguien para extorsionarlo, pero si ya se lo ha difamado la revelación escandalosa no lo asustará; por lo tanto el que difama no tiene interés en espiar, ni le quedan argumentos para extorsionar. No está excluido que quien acuchilla a una víctima no estrangule a otra, o que la induzca al suicidio, pero es improbable que las tres acciones mortíferas se ejerzan sobre la misma persona.

Siguiendo este método puedo volver a poner a punto mi organigrama: establecer un sistema de exclusiones sobre cuya base el ordenador podrá descartar miles de millones de secuencias incongruentes, reducir el número de las concatenaciones plausibles, aproximarse a seleccionar aquella solución que se imponga como verdadera.

¿Pero se llegará alguna vez? En parte me concentro en la construcción de modelos algebraicos en los que factores y funciones sean anónimos e intercambiables alejando de mi mente los rostros, los gestos de aquellos cuatro fantasmas; en parte me identifico con los personajes, evoco las escenas de un cinematógrafo mental hecho de disoluciones y metamorfosis. En torno al verbo drogar tal vez gire la rueda dentada que engrana todas las otras ruedas: en seguida la mente asocia a aquel verbo la cara exangüe del último Iñigo de una rancia prosapia; la forma reflexiva drogarse no entrañaría ningún problema: que el joven se drogara es sumamente probable, hecho que no me concierne; pero la forma transitiva drogar presupone un drogador y un drogado, este último consintiente o ignorante o forzado.

Es igualmente probable que Iñigo se deje drogar y que trate de hacer prosélitos de los estupefacientes; me imagino cigarrillos filiformes pasando de su mano a la de Ojiva o de la vieja Roessler. ¿Fue el joven noble quien transformó la desolada pensión en un fumadero poblado .de alucinaciones cambiantes? ¿O fue la casera quien lo atrajo para gozar de su propensión al éxtasis? Tal vez es Ojiva la que procura la droga a la vieja opiómana, e Iñigo espiándola ha descubierto el escondrijo e irrumpe amenazando con pistola o extorsionando; la Roessler llama en su ayuda a Belindo y difama a Iñigo acusándolo de haber seducido y prostituido a Ojiva, casta pasión del uzbeko que se venga estrangulándolo; para salir del follon no le queda a la casera más que inducir al suicidio al luchador, tanto más cuanto que el seguro paga los daños y perjuicios, pero Belindo, perdido por perdido, viola a Ojiva, la ata y la amordaza y enciende el fuego de la hoguera exterminadora.

Despacio, despacio: no puedo tener la pretensión de ganar en velocidad al ordenador electrónico. La droga podría también estar relacionada con Belindo: viejo luchador sin aliento, no puede subir al ring sino atiborrado de estimulantes. La Roessler es quien se los suministra metiéndoselos en la boca con una cuchara sopera. Iñigo espía por el agujero de la cerradura: ávido de psicofármacos se acerca y exige una dosis. Ante la negativa, extorsiona al luchador amenazándolo con hacer que lo descalifiquen del campeonato; Belindo lo ata y lo amordaza, después lo prostituye por unas guineas a Ojiva, quien desde hacía tiempo estaba enamorada del huidizo aristócrata- Iñigo, indiferente al eros, sólo puede ponerse en condición amatoria si está a punto de ser estrangulado; Ojiva le oprime la carótida con sus ahusados dedos; tal vez Belindo le echa una mano; bastan dos dedos de la suya para que el pequeño Lord revuelva los ojos y se quede seco; ¿qué hacer con el cadáver? Para simular un suicidio lo acuchillan. ¡Alto! Hay que rehacer toda la programación: debo borrar la instrucción almacenada en la memoria central, según la cual el que es estrangulado no puede ser acuchillado. Las anillas de ferrita se desmagnetizan y vuelven a magnetizarse; yo sudo.

Empiezo otra vez desde el principio. ¿cuál es la operación que el cliente espera de mí? Disponer en un orden lógico cierto número de datos. Lo que estoy manejando es información, no vidas humanas con lo que tengan de bueno y de malo. Por alguna razón que no me concierne, los datos de que dispongo se refieren sólo al mal y el ordenador ha de ponerlos en orden. No el mal, que tal vez no se pueda poner en orden, sino la información sobre el mal. A partir de esos datos, contenidos en el índice analítico de los Actos abominables, tengo que reconstruir la Relación perdida, fuese verdadera o falsa.

La Relación presupone alguien que la escribió. Sólo reconstruyéndola sabremos quién es: pero ya podemos establecer algunos datos de su ficha. El autor de la Relación no puede haber muerto acuchillado ni estrangulado, porque no hubiera podido insertar en el relato su propia muerte; en cuanto al suicidio, podría haber sido decidido antes de la compilación del cuaderno testamento y después puesto en acción; pero quien está convencido de ser inducido al suicidio por una voluntad ajena no se suicida; toda exclusión del papel de víctima del autor del cuaderno aumenta automáticamente las probabilidades de que se le puedan atribuir papeles de culpable: por lo tanto podría ser al mismo tiempo autor del mal y de la información sobre el mal. Esto no plantea problema alguno para mi trabajo: el mal y la información sobre el mal coinciden, tanto en el libro quemado como en el fichero electrónico.

La memoria ha almacenado otra serie de datos que se han de relacionar con la primera: son las cuatro pólizas de seguros estipuladas con Skiller por Iñigo, Ojiva y dos de la viuda, una a su favor y otra para Belindo. Un hilo oscuro une quizá las pólizas a los Actos abominables y las células fotoeléctricas deben recorrerlo en una vertiginosa gallina ciega, buscando su vida en las minúsculas perforaciones de las fichas. Incluso los datos de las pólizas, traducidos en código binario, tienen el poder de evocar imágenes en mi mente: es de noche, hay niebla; Skiller llama a la puerta de la casa en la duna; la casera lo acoge como nuevo inquilino; él extrae de su cartera los prospectos de los seguros; está sentado en el salón; toma el té; necesita más de una visita para hacer firmar los cuatro contratos; lo que establece con la casa y sus cuatro habitantes es una asidua familiaridad. Veo a Skiller ayudando a Ojiva a cepillar las pelucas de la colección (y de paso roza con los labios el cráneo desnudo de la modelo); lo veo cuando con gesto seguro como un médico y solícito como un hijo mide la presión arterial de la viuda ciñéndole el brazo blando y blanco con el esfigmógrafo; ahora trata de interesar a Iñigo en la manutención de la casa, le señala averías en las tuberías, las vigas portantes que ceden y paternalmente le impide que se coma las uñas- ahora lee con Belindo las revistas de deportes, comentando con manotazos en la espalda el cumplimiento de sus pronósticos.

Este Skiller no me es nada simpático, debo reconocerlo. Una telaraña de complicidad se extiende donde quiera que él anude sus hilos; si tanto poder tenía en la pensión Roessler, si era el factótum, el deus ex machina, si nada de lo que ocurría entre aquellas paredes podía serle ajeno, ¿por qué ha venido a pedirme la solución del misterio? ¿Por qué me ha traído el cuaderno quemado? ¿Fue él quien encontró el cuaderno entre los escombros? ¿O fue él quien lo puso? ¿Fue él, el que trajo esta cantidad de información negativa, de entropía irreversible, quien la introdujo en la casa, como ahora en los circuitos del ordenador?

La matanza de la pensión Roessler no tiene cuatro personajes: tiene cinco. Traduzco en perforaciones puntiformes los datos del asegurador Skiller y los añado a los otros. Los actos abominables pueden ser tanto suyos como de cualquiera de los otros: puede haber Acuchillado, Difamado, Drogado, etcétera, o mejor todavía puede haber hecho Prostituir, Degollar y todo lo demás. Los miles de millones de combinaciones aumentan, pero tal vez empiezan a cobrar forma. A mero título de hipótesis podría construir un modelo en el que todo el mal sea obra de Skiller, y en que antes de su entrada la pensión planee en una inocencia angélica: la vieja Roessler toca un Lied en el piano Bechstein que el buen gigante transporta de una habitación a la otra para que los inquilinos puedan escuchar mejor, Ojiva riega las petunias, Iñigo pinta petunias en el cráneo de Ojiva. Suena el timbre: es Skiller. ¿Busca un bed and breakfast?. No, viene a proponer seguros ventajosos: vida, desgracias, incendios, patrimonios muebles e inmuebles. Las condiciones son buenas; Skiller los invita a reflexionar; reflexionan; piensan en cosas en las que nunca habían pensado; se sienten tentados; la tentación inicia su camino de impulsos electrónicos por los canales cerebrales… Advierto que estoy influyendo en la objetividad de las operaciones con antipatías subjetivas. En el fondo, ¿qué sé yo de Skiller? Tal vez su alma sea candorosa, tal alma sea candorosa, tal vez él sea el único inocente en esta historia, cuando todos los resultados definen a la Roessler como una avara sórdida, a Ojiva como una narcisista implacable, a Belindo condenado a la brutalidad muscular por falta de modelos alternativos… Ellos son los que han llamado a Skiller, cada uno de ellos con un lóbrego plan en perjuicio de los otros tres y de la compañía aseguradora. Skiller es como una paloma en un nido de serpientes.

La máquina se detiene. Hay un error y la memoria central lo ha advertido; borra todo. No hay inocentes que salvar en esta historia. Volvamos a empezar.

No, no era Skiller el que había llamado a la puerta. Afuera llovizna, hay niebla, no se distingue la fisonomía del visitante. Entra en el recibidor, se quita el sombrero mojado, se suelta la bufanda de lana. Soy yo. Me presento. Waldemar, programador-analista de ordenadores electrónicos. ¿Sabe que la encuentro muy bien, señora Roessler? No, nunca nos habíamos visto, pero tengo presentes los datos del convertidor analógico-digital, y los reconozco perfectamente a los cuatro. ¡No se esconda, señor Iñigo! ¡Nuestro Belindo Kid siempre en forma! ¿Es la señorita Ojiva esa cabellera violeta que veo asomarse por las escaleras? Aquí estamos todos reunidos; bien; la finalidad de mi vida es ésta. Les necesito a ustedes, justamente a ustedes tal como son, para un proyecto que desde hace años me tiene clavado en la consola de programación. Los trabajos ocasionales para terceros ocupan mis horas laborales, pero por la noche, encerrado en mi laboratorio, me dedico a estudiar un organigrama que transformará las pasiones individuales -agresividad, intereses, egoísmos, vicios- en elementos necesarios al bien universal. Lo accidental, lo negativo, lo anormal, en una palabra, lo humano podrán desarrollarse sin provocar la destrucción general, provocar la destrucción general, integrándose en un diseño armonioso… Esta casa es el terreno ideal para verificar si estoy en el buen camino. Por eso les pido que me acojan ustedes como inquilino, como amigo.»

La casa se ha quemado, todos están muertos pero en la memoria del ordenador yo puedo disponer los hechos según una lógica diferente, entrar yo mismo en la máquina, insertar un Waldemar-programa, elevar a seis el número de personajes, expandir nueva galaxias de combinaciones y permutaciones. Entonces de las cenizas renace la casa, todos los habitantes vuelven a la vida, yo me presento con mi maleta de fuelle, con mis palos de golf, pregunto por una habitación en alquiler…

La señora Roessler y los demás me escuchan en silencio. Desconfían. Sospechan que yo me ocupo de seguros, que me envía Skiller… No se puede negar que estas sospechas tengan un fundamento. Trabajo para Skiller, es verdad. Podría haber sido él quien me pidiese que me ganara la confianza de ellos, que estudiase su comportamiento, previera las consecuencias de sus malas intenciones, clasificara estímulos pulsiones, gratificaciones, que las cuantificase, las almacenase en el ordenador… Pero si este Waldemar-programa no es sino un duplicado del Skiller-programa, insertarlo en los circuitos es una operación inútil. Es preciso que Skiller y Waldemar sean antagonistas, el misterio se decide en una lucha entre nosotros dos.

En la noche lluviosa dos sombras se rozan en el puente oxidado que lleva a lo que alguna vez habrá sido un barrio residencial suburbano del que ahora sólo queda una casita torcida en una duna entre cementerios de automóviles; las ventanas iluminadas de la pensión Roessler asoman en la niebla como en la retina de un miope. Skiller y Waldemar todavía no se conocen. Ignorantes el uno del otro dan vueltas alrededor de la casa. ¿A quién le toca el primer movimiento? Es indiscutible que el asegurador tiene derecho de precedencia.

Skiller llama a la puerta.

-Les ruego que me disculpen, pero estoy haciendo para mi compañía una investigación sobre los determinantes ambientales de las catástrofes. Esta casa ha sido escogida como muestra representativa. Si me lo permiten, quisiera poder observar el comportamiento de ustedes. Espero no molestarles demasiado: se tratará de llenar de vez en cuando algunos formularios. Como compensación la compañía les ofrece la posibilidad de contratar en condiciones especiales seguros de varios tipos: de vida, de bienes inmuebles…

Los cuatro escuchan en silencio; cada uno de ellos ya está pensando cómo puede sacar partido de la situación, va maquinando un plan…

Pero Skiller miente. Su programa ya ha previsto lo que hará cada uno de los habitantes de la casa. Skiller tiene un cuaderno con la lista de una serie de actos de violencia o prevaricación y lo único que falta es verificar su probabilidad. Sabe ya que se producirán una serie de siniestros dolosos, pero que la compañía no tendrá que pagar ninguna indemnización, porque los beneficiarios se destruirán mutuamente. Todas estas previsiones le han sido proporcionadas por un ordenador: no por el mío, debo suponer la existencia de otro programador, cómplice de Skiller en una maquinación criminal. La maquinación ha sido concebida de la siguiente manera: un fichero recoge los nombres de nuestros conciudadanos animados por impulsos destructivos y fraudulentos; son varios cientos de miles; por un sistema de condicionamientos y de controles llegarán a ser clientes de la compañía, asegurarán todo lo asegurable, producirán siniestros dolosos y se asesinarán recíprocamente. La compañía habrá dispuesto previamente el registro de las pruebas a su favor, y como quien hace el mal siempre tiende a exagerar, la cantidad de información comportará un fuerte porcentaje de datos inútiles que servirá de cortina de humo a la responsabilidad de la compañía. Más aún, este coeficiente de entropía ya ha sido programado: no todos los Actos abominables del índice tienen una función en la historia; algunos crean simplemente un efecto de «ruido». La operación de la pensión Roessler es el primer experimento práctico que intenta el diabólico asegurador. Una vez acaecida la catástrofe, Skiller recurrirá a otro ordenador cuyo programador ignore todos los precedentes, para controlar si de las consecuencias es posible remontarse a los determinantes. Skiller proporcionará a este segundo programador todos los datos necesarios junto con una cantidad tal de «ruido» que se produzcan atascamientos en los canales y se degrade la información: el delito de los asegurados quedará suficientemente probado, pero no el del asegurador. El segundo programador soy yo. Skiller ha jugado bien. Las cuentas son exactas. El programa estaba fijado con anticipación, y la casa, el cuaderno, mi organigrama y mi ordenador no tenían más que ejecutarlo. Estoy aquí clavado introduciendo-emitiendo datos de una historia que no puedo cambiar. Es inútil que me arroje a mí mismo en el ordenador: Waldemar no subirá a la casa en la duna, no conocerá a los cuatro misteriosos habitantes, no será él el sujeto (como había esperado) del verbo seducir (objeto: Ojiva). Por lo demás también Skiller sea quizás un canal de admisión-emisión: el verdadero ordenador está en otra parte.

Pero la partida que se juega entre dos ordenadores no la gana el que juega mejor que el otro, sino el que comprende cómo hace el adversario para jugar mejor que él. Mi ordenador ha almacenado el juego del adversario ganador: ¿por lo tanto ha ganado?

Llaman a la puerta. Antes de abrir tengo que calcular rápidamente cuáles serán las reacciones de Skiller cuando sepa que su plan ha sido descubierto. A mí también me ha convencido Skiller de que debo firmar un contrato de seguro contra incendio. Skiller ya tiene previsto matarme e incendiar el laboratorio: destruirá las fichas que lo acusan y demostrará que he perdido la vida intentando un incendio criminal. Oigo acercarse la sirena de los bomberos: los he llamado a tiempo. Le quito el seguro a la pistola. Ahora puedo abrir la puerta.

Wong

Wong

Escritor. Autor de la novela "Paris, D.F." (Premios Dos Passos a Primera Novela) y la colección de relatos "Los recuerdos son pistas, el resto es una ficción" (Premio Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz 2017). En 2023 publicó su segunda novela, "Bosques que se incendia", y el libro de cuentos "Lotería Mexicana".

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