Notas de un viaje a Venezia

Last Updated on: 21st diciembre 2017, 04:52 pm
El turismo y la guerra se nos aparecen como dos términos opuestos de actividad cultural: uno es el paradigma del acuerdo internacional, el otro del desacuerdo. Las dos prácticas, sin embargo, interseccionan en ocasiones: la guerra del turismo, el turismo en tanto que es guerra. El turismo contemporáneo procede de los viajes heroicos del pasado, las raíces de los cuales se encuentran sin duda entremezcladas con las de los conflictos territoriales más antiguos: después de todo, la movilidad ha sido siempre una estrategia clave en la guerra.
Viajé a Venezia en 2007. Lo primero que recuerdo es el viaje en autobús del aeropuerto a la isla, esa mítica ciudad que, de alguna manera, narró Calvino. Tenía algo de decadente, una destrucción anticipada que se adivinaba en las paredes carcomidas por la sal marítima, en la eterna humedad, en el musgo de los canales que ganan terreno a razón de 2 milímetros por año.
Sabemos que un día Venezia no será más, pero su carácter efímero ha durado ya 1500 años. Al llegar, me sorprendieron dos cosas: la habilidad del turista en dar por sentado sistemas que nos son totalmente ajenos. Las arterias coaguladas de acero de la Ciudad de méxico son reemplazadas por canales íntimos: los bomberos andan en bote, la policía, la gente, los turistas. Hay un bote recolector de basura, un bote cartero, etc. Una vez instalado en la ciudad, uno acepta ese orden que bien podría ser sacado de un cuento de Las ciudades invisibles.
Me pregunto si Venezia es un espejo de lo que fue Tenochtitlán, y en qué momento dos lugares tan parecidos siguieron su camino en sentidos diametralmente opuestos. Mi góndola se llamaba Laura, y el “recorrido bonito” nos llevó como primer punto al Puente de los Suspiros, llamado así por ser el último lugar donde los condenados a muerte podían ver el mar y la luz del sol. La tradición, sin embargo, resignificó la realidad en aras de un espíritu kischt y ahora, darse un beso abajo de dicho puente significa buena fortuna, bajo el abrigo de tantos muertos que vieron ahí sus últimos momentos. Durante el viaje, los remeros italianos no cantan nada: la música se cobra aparte, generalmente a partir de un trío que toca música acompañada de un acordeón. Muchos turistas, sobre todo americanos, sucumben ante esa tentación: es inevitable, ese sí es el folclor que hemos visto por la televisión.
El recorrido en la góndola permite que desde los puentes los turistas tomen cientos de fotos -con y sin flash-, como si el hecho de una fotografía fuera la justificación suficiente para haber ido hasta allá. El resto del viaje en góndola es un vistazo rápido a la ciudad, antes de regresar cerca de la Piazza San Marcos, donde está uno de los principales embarcaderos.
La Piazza San Marcos es es la única plaza de Venezia, y el punto principal para tomarse una fotografía. Su rasgo distintivo, más allá de los edificios que la rodean, son todas esas palomas, ratas con alas esperando que algún beun hombre lleve migajas al suelo. A esta plaza se le apoda le plus élégant salon d'Europe, pero esos fueron otros tiempos. Dicen los que saben que lka Piazza se inició en el siglo IX como un área pequeña frente a la Basílica de San Marcos original. Fue extendida a su forma y tamaño actual en 1177, cuando el río Batario, que la limitaba por el oeste, y un puerto que tenía aislado el Palacio Ducal de la plaza, se inundaron. La reestructuración fue realizada para el encuentro del papa Alejandro III y el emperador Federico Barbarroja.
Al salir de ahí, lo que conviene es perderse en el laberinto de calles y puentes. De vez en cuando, uno se topa con un graffitti emocionante, una bandera gay, un gato con hambre, un vagabundo dormido, un euro en el suelo o un museo. Caminar por Venezia es una rayuela que se juega mejor sin mapa. Sin embargo, uno lamenta no tener el suficiente tiempo para descubrir a la ciudad fuera del fantasma del turismo. Algunos atisbos a la naturaleza de la urbe se descubren cuando uno nota que en la ciudad se instaura en una calma casi sepulcral a las 11 de la noche. Salvo en carnaval, la ciudad es diurna.
Por otro lado, Venezia es capital mundial del arte contemporáneo gracias al prestigio de su Biennale y de la ópera, siendo la primera en la historia en abrir sus puertas al público no aristocrático. El Teatro La Fénice (Feniche, para la banda) es un lugar que te transporta a otro tiempo de manera inmediata: los detalles en oro, los palcos, los salones, todo es una máquina del tiempo con viaje directo hacia las cortes de otro tiempo.
La comida, por su parte, es digna de mención, y hay que estar preparados para invertir 80 euros por una cena decente para dos. De los alrededores, lo que más destaca es Murano, la isla del vidrio, y sin embargo, puede ser prescindible ya que no cuenta con nada que no se pueda ver en Venezia.
Haciendo honor a los mitos, Venezia se disfruta más acompañado, para hacer todas esas cosas simples que dan felicidad, como correr por la Piazza San Marcos para espantar a las palomas, besarse en alguno de los puentes, visitar los Palazzos, los Castelos y las Eglises y escuchar a los turistas franceses quejarse o burlarse de la tierna ignorancia estadounidense mientras se come un snack de prosciuto o mozarella.
This was Venice, the flattering and suspect beauty – this city, half fairy tale and half tourist trap, in whose insalubrious air the arts once rankly and voluptuously blossomed, where composers have been inspired to lulling tones of somniferous eroticism.
Thomas Mann
Venezia aún vive, el turismo hace que la ciudad sobreviva en una fantasmagoría de riquezas pasadas -siempre en renovación, evitando que muera lo viejo, en un esfuerzo por mantener con un respirador artificial a ese abuelo vegetal-. Al salir, uno se alegra de que termine, de saber que puede tachar un lugar más de la lista burguesa del turismo, de dejar la ciudad que no ofrece más que museos e iglesias viejas para nuestro consumo -planeemos, entonces, el siguiente viaje-. Generalmente, no es suficiente ir y aprehender un pedazo de la ciudad, un souvenir, o un recuerdo. Apoderarnos de la Basílica con una foto -todo museo o lugar histórico que se respete debería abolir la cámara fotográfica o de video- y comprar la postal como manera de evidenciar que estuvimos ahí es necesario, vital, aunque nunca hayamos metido la mano en el agua -está sucia, guacala-, besado a una veneciana o platicado con una anciana que hace sus compras un domingo por la mañana.