Ni el más aterrador, ni el menos memorable; un cuento de Luisa Valenzuela.

Last Updated on: 21st diciembre 2017, 05:44 pm
Les dejo uno de mi cuentos favoritos. La ciudad de Baires se desarma para luego armarla de otra manera, en la anatomía de una persona. Como diría Thomas Bernhad, “mi ciudad de origen es en realidad una enfermedad mortal, con la que sus habitantes nacen o a la que son arrastrados”.
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El día que encontró pelos púbicos en su plato de sopa no fue el más aterrador de su existencia y era sopa de letras. El día que encontró un obelisco entre sus pelos púbicos la cosa ya le llamó más la atención aunque no por eso pudo comprender de golpe su nueva vocación cartográfica gracias a la cual todo él —sus más recónditos rincones y sus más diminutas divergencias— empezaban a convertirse en copia fiel de la ciudad, mucho más cálida que la propia ciudad y menos esquemática.
Su novia tampoco supo verlo de entrada aunque durante buen tiempo recibió con placer los honores del recientemente adquirido obelisco y dejó que su lengua corriera por la calle Corrientes con todos los carteles de cines y atracciones hasta hundirse en la calidez de la recova.
Me pica el barro de Belgrano, hay un palpitar intenso por el lado de Flores, acabó diciéndole él cuando por fin se hizo a su nueva condición de mapa. La novia no pudo menos que comprarse una guía Peuser, y siguiendo la línea de los más reputados colectivos sus caricias se volvieron barrocas e inesperadas. Una mano que partía de la axila derecha podía muy bien terminar en la nuca después de circunvalar el ombligo, y un beso nacido en el dedo gordo del pié izquierdo quizá tan sólo se perdía en la cortada del empeine. Él daba luz verde para todo pero ella resultó respetuosa de las leyes de tránsito: cierta noche decidió que a los camiones había que desviarlos por el bajo y cerró a la circulación ciertas arterias céntricas.
¿Taxis? Taxis también hubo pero no todos eran medios de transporte para transportarlos a él a remotas regiones donde el cuerpo no es ciudad ni es nada, tan sólo un lago negro en el que uno puede sumergirse hasta su propio fondo.
La boca de él es la cuadra comprendida entre Corrientes y Lavalle, a la altura de Anchorena (el mercado de Abasto) con un tajito que es la calle Gardel por la que a veces entona una canción nostálgica o a veces silba para llamar al perro. Sus tripas son las cloacas que desembocan en el Río de la Plata y su novia es a veces un barco que navega por ese río, tan lejos de él-ciudad y tan cerca de otras costas.
Él no enciende sus carteles luminosos por miedo a deslumbrar a los que pasan, ¡él tiene tantos pero tantos recursos! Su pelo es el bosque de Palermo, su nariz la barranca del río, su pecho la Plaza San Martín y así y así poniendo un poquito de imaginación y ni pizca de ningún otro ingrediente.
En la ciudad que es él a veces hay huelgas. Las peores son las de los obreros de la energía, con cortes de luz y súbitos bajones de tensión. De la limpieza ya ni se habla. Por la zona sur está hecha un desastre, abandonada, y sólo la zona norte conserva algo del antiguo esplendor en los bigotes.
Su ciudad requiere a veces algunas conmociones, una manifestación callejera, un éxodo quizás. Eso es, un éxodo. De eso se encarga su novia porque en los tejemanejes del amor distante y la esperanza es de lo más ducha. Vení, le dice él, y ella va y lo besa pero después lo araña y por fin le dice Me voy pero ya vuelvo y él se queda esperándola sin saber si quiere un beso, un zarpazo o tan sólo esperarla.
Cuando ella no está él olvida sus ínfulas catastrales y va al trabajo así, sencillo, llevando su esperanza bajo el brazo como si fuera un diario. Los que lo ven pueden creer que se está interesando por los acontecimientos internacionales, pero nada de eso: sólo trata de leer en el recuerdo de ella su próxima movida.
Peón 3 rey. Y de inmediato interpreta: ella se está preparando para ir a la estancia, llegará calladita sin avisar a nadie y se irá a pasar unos días con un puestero cualquiera o con el domador (aunque no, claro, el domador es para la jugada siguiente: caballo 5 torre —con él hace el amor en el potrero cinco, donde está el molino alto—). Ahora sólo se conseguirá un puestero, el Irineo, quizá, y pasará tres días con él hasta elaborar un plan de seducción aplicable al dueño de la estancia, padre de él (de él-ciudad, no del puestero) y acabará en la cama de don Agustín, el rey de los embutidos. El viejo está un poco caduco, hay que reconocerlo, pero a ella qué con tal de desconcertarlo a él (a él, no al viejo). Ésa será su jugada del cuatro de setiembre, lo ve clarito.
Es decir que ella se escapa al campo y él que es la ciudad no puede cruzar sus propios límites para ir a buscarla. La General Paz es para él coto vedado, ¿acaso alguien es capaz de transgredir sus propias fronteras y aflorar ileso de tanta iniquidad? Él estaría dispuesto a darse vuelta como un guante para ella, pero no es para tanto (el hombro a hombro de la solidaridad humana, el codo de Dorrego. Su cuerpo le duele en lo que tiene de más municipal y también le duele en la ausencia de ella).
Los cortes de energía se vuelven constantes cuando su novia no está, no sólo se le apaga la luz de las pupilas sino que es pura sombra hasta la planta de los pies, la planta termoeléctrica.
Cuando ella vuelve a la ciudad después de una jugada (y hay 8 peones, dos caballos, dos alfiles, dos torres, un rey y hasta una reina, su buen tiempo le lleva disponer de todos) él se siente renovado, refundado. Sus árboles callejeros vibran como en plena primavera y a veces hasta florecen, pero entonces el peluquero recomienda un buen corte y un baño de crema. A ella no le gustan los periodos de poda —prefiere verlo indómito—. Tampoco le gusta encontrarlo con todos los semáforos en rojo como a veces lo encuentra cuando sus incursiones camperas han sido por demás prolongadas.
—Hubieras podido quedarte por allá bucolizándote.
—La ciudad me atrae, es más fuerte que yo. Mis manos necesitan volver a la tersura de tu asfalto. Qué le vas a hacer, che, soy una viciosa de la calle Corrientes.
Eso a él no le agrada tanto: la calle corrientes no es su zona erógena favorita. Prefiere la 9 de Julio o Plaza de Mayo pero hay deseos que no pueden ser formulados en voz alta. Ella un día decide permitir la propaganda vial y empieza a escribirle carteles sobre el cuerpo con lápiz de cejas. El Silencio es Salud, sobre el pecho o Americano Gancia sobre la nalga izquierda. A él la idea lo divierte durante largos diez minutos pero después se harta y decreta huelga de brazos caídos entre los encoladores de afiches, huelga que se propaga a otras ramas de la actividad urbana y por fin ella se queda sin su premio. Ella decide organizar un levantamiento entre las masas pero no lo logra, sus arengas no obtiene eco alguno. Opta entonces por la venganza, una idea largamente madurada:
—Esta ciudad no me gusta, está vacía. Una ciudad sin habitantes no es ciudad ni es nada.
Él sigue durmiendo porque hay un toque de queda. Ella sale sigilosamente en medio de la noche, vuelve al alba con un frasquito que deja destapado sobre la cama de él, y se retira a sus tareas habituales.
Pero no está contenta y piensa: de la ciudad grande, la que transitamos todos, nosotros somos las pulgas. Y qué si ahora a la ciudad se le diera por rascarse como debe de estar rascándose él. ¿Y qué si se les da por matarnos de una palmada o reventarnos entre las uñas? Con razón en Tribunales suelen quemar gamexane.
Y se pone a llorar sin consuelo en medio de la calle mientras él en su casa deja de golpe de ser ciudad y se convierte en perro, en inconsciente homenaje literario.