Nada – Carmen Laforet

Nada – Carmen Laforet

Last Updated on: 15th enero 2019, 09:09 am

El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis sueños por desconocida.

Nada comienza con la llegada de Andrea a Barcelona. La ciudad se presenta como un espacio amplio, lleno de promesas, pero la alegría no dura mucho: la atmósfera se cierra y se sofoca al llegar a la casa de sus parientes en la calle Aribau. El departamento, plagado de animales y muebles encimados unos arriba de otros, da paso a un carnaval de personajes dantescos:

Gloria me susurró al oído:

—¿Tienes miedo?

Y entonces casi lo sentí, porque vi la cara de Juan que hacía muecas nerviosas mordiéndose las mejillas. Era que trataba de sonreír.

O:

Angustias se despidió de mí haciendo en mi frente la señal de la cruz, y la abuela me abrazó con ternura. Sentí palpitar su corazón como un animalillo contra mi pecho.

—Si te despiertas asustada, llámame, hija mía —dijo con su vocecilla temblona.

Y luego, en un misterioso susurro a mi oído:

—Yo nunca duermo, hijita, siempre estoy haciendo algo en la casa por las noches. Nunca, nunca duermo.

La novela ya no se separará de estos personajes raros y lúgubres, pero abrirá el relato, como contrapunto, a Ena, una amiga de la universidad a través de quien descubrirá, como quien ve una película, la alegría, el amor, la plenitud, es decir, todos esos anhelos con los que llega a Barcelona.

Ena iba al lado de Jaime. Yo, detrás, me ponía de rodillas, vuelta de espaldas en el asiento, para ver la masa informe y portentosa que era Barcelona y que se levantaba y esparcía al alejarnos, como un rebaño de monstruos. A veces Ena dejaba a Jaime y saltaba a mi lado para mirar también, para comentar conmigo aquella dicha.

Cuando el mundo de la calle Aribau se encuentra con el de Ena, sobreviene la catástrofe: la histeria de su familia contaminará todas las cosas y arrojará a Andrea al centro mismo del misterio.

Nada fue la primera novela (1944) en ganar el Premio Nadal que se concedía, en aquel entonces, a la mejor obra inédita —en aquel entonces el premio estaba dirigido a autores nóveles. El momento era importante: la Guerra Civil había terminado hacía cinco años y vivía los comienzos del Franquismo. La novela, si bien no toca el tema de la guerra, sí que refleja el descenso de la clase media barcelonesa (los muebles arrumbados, los empeños y las ventas), así como las trazas morales del conflicto —dice Melchor Fernández Almagro que “los personajes de Nada vivieron la guerra desde el fondo oscuro de una burguesía en dramática crisis económica y salieron de la prueba con el espíritu deformado, lo sentimientos en un grado de tremenda exasperación, los nervios rotos” (1945).

Narrada en primera persona, la novela se cimenta entre pilares que parecen ser opuestos: la belleza y la inteligencia (Ena y su tío Román), la rebeldía (mientras viva en esa casa, su será controlada por sus familiares) y la indiferencia, la riqueza (Ena) y la pobreza (Andrea), Barcelona y el pueblo del que llega, etcétera. Laforet decide evitar resolver todos estos conflictos y enfocarse, mejor, en el retrato ambiguo de la vida:

Si aquella noche —pensaba yo— se hubiera acabado el mundo o se hubiera muerto uno de ellos, su historia hubiera quedado completamente cerrada y bella como un cícrculo. Así suele suceder en las novelas, en las películas; pero en la vida… Me estaba dando cuenta yo, por primera vez, de que todo sigue, se hace gris, se arruina viviendo. De que no hay final en nuestra historia hasta que llega la muerte y el cuerpo se deshace.

Esa es la nada de la novela: la irresolución, la falta de cambio —su hondura, en todo caso, no deviene de la trama, simple si se quiere, sino de los personajes y del mundo interior de la narradora. “Emociona su vaguedad”, podría decirse de la novela como la misma protagonista dice de sus charlas con uno de los personajes.

Bajé las escaleras, despacio. Sentía una viva emoción. Recordaba la terrible esperanza, el anhelo de vida con que las había subido por primera vez. Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de la calle de Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo entonces.

Esa nada, sin embargo, es la misma que llena todas las páginas de la novela.

Roberto Wong

Roberto Wong

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