El Anticuario – Gustavo Faverón Patriau

El Anticuario – Gustavo Faverón Patriau

Last Updated on: 19th abril 2020, 06:54 am

Gustavo Faverón (Lima, 1966) ha escrito con El Anticuario una variante de la novela negra: el narrador, Gustavo, recibe una llamada telefónica de Daniel, un viejo amigo de la infancia. La llamada no sería tan sorprende si no nos enteráramos que Daniel mató a su esposa hace tres años. Desde el psiquiátrico, Daniel invita a Gustavo a visitarlo.

Habían pasado tres años desde la noche en que Daniel mató a Juliana, y su voz en el teléfono sonó como la voz de otra persona. Habló, sin embargo, como si nada hubiera sucedido jamás, para decirme que fuese a visitarlo a la hora del almuerzo. Como si almorzar con él fuera cosa de ir a un restaurante cualquiera, o al salón de la casa de sus padres, donde solía recibirme años atrás, entre anaqueles atestados de libros, manuscritos, cuadernillos y legajos de pliegos doblados en cuarto, y repisas abarrotadas por miles de volúmenes de lomos ambarinos y cubiertas relucientes de cuero y papel de cera. Como si visitarlo significara, como antes, subir desde ese salón, por la escalera de caracol de acero negro, hacia la biblioteca-dormitorio en que Daniel pasaba todas las horas del día, día tras día, semana tras semana, descifrando notas marginales en tomos que nadie más leía, desayunando, almorzando y comiendo en pijama, los pies sobre el escritorio, la lupa en la mano izquierda, el gesto de asombro, y no implicara, en cambio, ingresar en ese otro lugar alucinado en el que ahora lo tenían recluido, o donde, más bien, se había recluido él mismo para escapar de una cárcel peor.

El personaje principal decide aceptar la invitación, cruzado por la nostalgia de volver a ver al que había sido su mejor amigo en la universidad y el sentimiento de culpa por haberlo dejado solo durante aquel trance: “No me atreví a asistir al juicio ni a visitarlo en la prisión; no hablé con sus padres ni cons su hermano; no acudí jamás a la clínica psiquiátrica, apenas a cinco cuadras de mi departamento”, confiesa el narrador para adentrarnos en los motivos por los que decide asistir a esa invitación y, más aún, investigar sobre el presunto asesinato.

A partir de este momento, la novela se desenvuelve en tres fragmentos: la juventud de ambos personajes, en la que nos enteramos de detalles importantes de la de Daniel (su afición por las antigüedades y la Historia, su hermana y un accidente que le quema la mayor parte del cuerpo, así como sus inicios sexuales en burdeles de baja estofa); las historias del Anticuario (textos que funcionan como un tipo de confesión en clave) y, por último, la investigación de Gustavo, misma que trata de desenredar la madeja de mentiras que rodean la reclusión de Daniel en ese manicomio.

En nuestras sociedades, el anticuario se ocupa del pasado y sus objetos: toda reliquia conlleva una historia, y, por ende, toda pieza posee un valor más allá del objeto mismo. Gustavo asume un rol similar al contactar a todas las personas que formaron parte de la vida de Daniel: cada uno, a su manera, le cuenta las piezas que hacen falta para armar el rompecabezas final. Resulta curioso que, a diferencia de la novela negra tradicional, en El Anticuario el lector se entera antes que el protagonista sobre lo que sucederá en las siguientes páginas. El mérito, entonces, no está en el misterio que se encierra tras el asesinato, sino en la serie de historias que se desarrollan a partir de estos encuentros; cultismos, si se quiere, que nos ofrecen múltiples rutas para interpretar la novela –locura y cultura; civilización y barbarie; cuerpo e historia, por mencionar algunas:

En el siglo cinco antes de Cristo, Hipócrates de Cos describió la piel peregrina y las coyunturas flácidas de los guerreros getai, de Tracia, y las de los escitios y otros nómadas que transitaban entre el Danubio y el Don, y sus contemporáneos atribuían a éstos el poder de trasladarse en el agua o en el humo, hechos burbujas o vapor, para filtrarse en las casas de sus enemigos y dejarse respirar o beber por ellos para poseerlos. Era una invención supersticiosa, claro está, pero, como siempre, se basaba en una intuición profunda: que la total elasticidad es o bien un rasgo de Dios o uno del demonio.

O:

Daniel Defoe –dijo Gálvez– no tenía orejas: su cráneo era liso, esferoide y punteado como un huevo de avestruz, sin más protuberancias que la nariz y un labio inferior abrupto y animalesco. ¿Sabías eso? Apuesto a que no. Debajo de la peluca, el hombre parecía un pez. Pero si lees sus libros no encontrarás mujer bella cuya hermosura no empiece y termine en un par de orejillas de perfección sobrenatural, prólogo y epílogo de la belleza absoluta.

Así, Faverón parece sugerirnos que las historias que escuchamos nos contagian de locura y lucidez a partes iguales, epílogo que tal vez explique la manera en la que comienza la historia: Gustavo despierta en la cama de una clínica.

Como nota final, el germen de esta novela es una historia verdadera en la que Faverón estuvo involucrado. Asimismo, en su blog (que ya no se actualiza) hay buenas lecturas que valdría la pena rescatar.

 

Roberto Wong

Roberto Wong

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