Lençóis Maranhenses, un viaje al desierto

Lençóis Maranhenses, un viaje al desierto

Last Updated on: 21st diciembre 2017, 05:07 pm

Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán, bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes; eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos; en cambio, un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página; pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo: sabía que podía ser árabe sin camellos.

Jorge Luis Borges

Lo primero que viene a la mente al hablar de un viaje al desierto es hablar de la arena, de esa inmensidad de nada y viento (de pasos interminables, laberinto donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso [JLB]).

Llegamos a Barreirinhas después de un viaje en autobús de 5 horas desde Sao Luis, capital del estado de Maranhao. Ahí pasamos la noche y al día siguiente partimos hacia un tour de cuatro días por la reserva llamada Lençóis Maranhenses. La primera noche la pasamos a medio camino en el río en un lugar llamado Caburé, que no es más que una serie de cabañas en un litoral entre el río y el mar.

En Caburé la energía eléctrica se corta a las nueve la noche. La oscuridad y el viento lo envuelven todo. Al fondo se escucha el mar golpear la costa. No hay nada interesante que pueda convencer a alguien de regresar al río. La oscuridad lo envuelve todo. La única motivación sería nadar, sumergirse en lo desconocido. Generalmente se mete un pie, luego el otro. Al primer contacto la reacción es sorprendente. El fitoplancton que vive en el río genera una reacción química que hace al agua brillar. Cientos de luces invaden el agua conforme entras en ella. Pocas veces se tiene la oportunidad de ver algo así: luciérnagas, auroras boreales en el agua.

Al día siguiente partimos a Atins. El trayecto es un viaje en bote y una caminata de cuatro horas hasta un restaurante a las afueras del pueblo donde se come el mejor peixe grelhado de todo Brasil. La comida es al mediodía. Pasado este momento, la percepción del tiempo cambia constantemente. Por estar cerca del ecuador, los días duran lo mismo que la noche. Los horarios son modificados en función del sol. Aquí, el mediodía es casi una maldición. Por consecuencia, la vida transcurre de madrugada, muere después de la comida, revive antes del atardecer, y se sume en un poderoso letargo después de las ocho de la noche. Dichosa aceptación de la vida y sus horarios, de la beatífica contemplación del movimiento de las sombras.

A las nueve de la noche fuimos a dormir a nuestras hamacas, y despertamos a las 3 a.m. para comenzar la caminata. Estábamos en la frontera entre Atins y la reserva. Lençóis se traduce como sábanas, por la apariencia de seda que toma la arena a la distancia. Conmensurar lo vasto y vacío que puede ser el desierto a través de un blog post no es posible.

Puede que este viejo conozca la respuesta a la gran pregunta de Shakespeare. Él ha visto el desierto y el oasis, con lo cual ha visto el mundo entero, que, en último término, se reduce a esta única división. El mundo está cada vez más poblado, los oasis se vuelven estrechos, incluso el gran oasis de Europa, sin mencionar los del Ganges o los del Nilo. ¿no tendrá que volver la humanidad, cuyo origen -según todos los testimonios- está en los desiertos, al lugar que fue su cuna?

Ryszard Kapuściński

La única realidad a la que uno puede aferrarse es a la sensación de los pies sobre la arena, a las pequeñas fracturas que uno deja sobre la arena y que son borradas apenas minutos después de que uno ha pasado por ahí. La arena sube y se detiene a capricho de las ráfagas de viento que modelan ese entorno siempre cambiante.

El calor es asolador cuando para el viento. Al principio, es difícil darse cuenta de lo que pasa. Es difícil respirar, y uno puede temer insolación, cansancio extremo. Es la brisa que ha parado lo que genera este vacío, esta ansiedad. Un silencio absoluto absorbe tu respiración. Es como meterse dentro de un horno caliente. Luego, el viento recobra su ritmo y toma fuerza para barrer de nuevo el desierto, limpiar la arena de las pisadas que la han manchado.

El desierto y el oasis son las dos bendiciones que brinda el desierto. Oasis proviene de la palabra egipcia/copto wahe, ‘lugar fértil’, que dio lugar al griego oasis y al latín, con la misma forma y significado. En su acepción más simple, significa simplemente sombra y agua. Fuera de él, la sensación de infinito te reduce, los paisajes interminables te transmiten lo frágil que resulta tu estancia por el mundo. Ante esto, el hombre del siglo XXI genera sus mecanismos de resistencia: la documentación es parte de la memoria, y la línea divisoria entre ambas se difumina. Los recuerdos ocurren en Facebook, las anécdotas en Twitter.

Cuentas el tiempo por mecanismos tan ajenos como el número de pasos entre duna y duna, o la variación de la sombra que genera tu cuerpo sobre la arena. En tu cabeza sabes que todo terminará: tienes frente a ti un guía y una meta. Poco después, los paisajes se hacen menos hostiles y dan paso a la vegetación, a ojos de agua. El contacto con ésta después de tantas horas es casi un milagro. En un punto, no resta más que sumergirse. Beber lo que el cielo te ha regalado, y que por alguna extraña razón el sol ha rehusado arrebatarte. ¿Cómo puedes explicar que aquello no se haya evaporado? Sumergido, el mundo es de nuevo mundo, y entonces entiendes a aquel viejo de Turkmenia que piensa que sólo el desierto es capaz de brindar estas alegrías. “Es un honor estar en el desierto; se trata de un territorio elegido”. Sólo se puede conocer la dicha a través de su antítesis. No hay dicotomía más grande que el desierto – oasis.

Después de tres días y casi 20 horas de caminata en total, llegamos al punto prometido. Una camioneta nos recogió cerca del Lago du Peixe, en un punto cercano al final de la reserva, junto a una docena de personas que sólo han ido ahí a nadar. Te das cuenta, entonces, que sólo eres un turista más. Regresarás a las comodidades de una regadera, una cama, un plato calentado en microondas, y el desierto quedará atrás como una estampa en algún blog o red social. Algo, sin embargo, perdurará.

Antes de entrar en el desierto
los soldados bebieron largamente el agua de la cisterna.
Hierocles derramó en la tierra
el agua de su cántaro y dijo:
Si hemos de entrar en el desierto,
ya estoy en el desierto.
Si la sed va a abrasarme,
que ya me abrase.

JLB.

Esa es una parábola que regresa a la flor de Coleridge, esto es: lo perdido. El desierto es nuestro paraíso caído.

Wong

Wong

Escritor. Autor de las novelas "Bosques que se incendian" (2023) y "Paris, D.F." (2015, Premio Dos Passos a Primera Novela), así como de la colección de relatos "Los recuerdos son pistas, el resto es una ficción" (Premio Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz 2017).

2 comentarios en «Lençóis Maranhenses, un viaje al desierto»

  1. Fantástico! Me gusta el modo en que relatas esta experiencia. Ciertamente es imposible captar la sensación de estar en un desierto leyendo un post, pero bien relatadas almenos un servidor las imagina mejor.

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